Ese día había visitado el museo de antropología con mis amigos. Caminaba por Chapultepec de vuelta a casa cuando me encontré a Valentina. «Mira nada más a quien nos venimos a encontrar ¿Cómo te ha ido?» dijo mientras cruzaba los brazos, «Igual que siempre», contesté. Mientras pensaba cómo arreglar lo que acababa de decir escuché a un niño que se acercaba a Valentina y la tomaba de la mano «Mira, él es Jorge, un amigo mío de la infancia» le dijo mientras me señalaba haciendo un gesto con su cabeza. Me costó un momento entender lo que estaba sucediendo. La casualidad nos ponía frente a frente de nuevo pero esta vez todo era diferente; estabas con ese niño, ese niño que era tu hijo, y que sin soltarse de tu mano me miraba de una manera extraña. Por primera vez en mi vida odié a alguien. Me di cuenta que ese niño representaba todas mis esperanzas perdidas, que lo que estuve buscando por tantos años se derrumbaba frente a mis ojos y no había nada que pudiera hacer para evitarlo. Me olvidé por un momento de Valentina y observé detalladamente a su hijo. Sin pensar lo ridícula que era la idea, pensé que existía alguna posibilidad de que ese niño fuera mi hijo, comencé a buscarle alguna similitud conmigo. Mi mirada fue de sus orejas a su nariz y de su nariz a sus ojos, mientras pensaba si tan solo pudiera encontrar una cosa mía en él, la esperanza no estaría perdida. Empezaste a hablar y tu voz se perdió con la música que sonaba cerca de nosotros.


si las cosas que uno quiere
se pudieran alcanzar
tú me quisieras lo mismo
que 20 años atrás

Alcancé a entender que Valentina dijo algo como «Me dio mucho gusto verte Jorge, me cuesta creer que nos volvamos a encontrar de esta manera pero me hace feliz saber que esa búsqueda tuya no ha parado. Encontrarás muy pronto lo que siempre has estado buscando» las palabras que dijo después, se mezclaron entre el ruido de la ciudad y la música. La expresión del niño me incomodó: me veía como si hubiera encontrado algo en mi rostro que no hubiera visto nunca antes en otro. No pude hablar más, un escalofrío me recorrió el cuerpo y comencé a caminar. Me detuve tan solo unos metros más adelante a secarme las mejillas. Volteé por un segundo para descubrir que la mirada del niño seguía clavada en mí.
Nos habíamos conocido veinte años atrás y nuevamente volví a enumerar las cosas que vivimos. Pensé que quizá el problema fue completamente mío, por no saber explicarme, por no decir con exactitud lo que sentía. Los amigos habían comenzado a casarse y en realidad esto no me había motivado mucho más. Las historias trágicas eran más comunes que las felices. Por eso evitaba la plática. Nada tenía que ver con el amor que le tenía a Valentina. No podía deshacerme de ese presentimiento trágico que acompaña al compromiso. La quería, sí, y creo que cada vez más. De entre todas las memorias que tenía con ella, me venían a la mente siempre las que involucraban canciones que a ambos nos gustaban. Valentina había dicho en una de esas ocasiones «¿Puedes poner esa canción que tanto me gusta?»


todavía me duele tu ausencia
has de cuenta que te fuiste ayer
y pensar que han pasado veinte años
sin embargo, jamás te olvidé

Aquel día habíamos ido a la veterinaria a recoger el perro que queríamos adoptar. Habíamos incluso acordado un nombre para el cachorro pero cuando llegamos nos dijeron que alguien más se lo había llevado. El primer augurio. Discutí con el encargado y le dije que le habíamos prometido ese perro a nuestra hija (no teníamos hija, mentí para que la culpa hiciera que nos devolvieran al animal). No funcionó. De camino a casa Valentina, mientras me acariciabe el cabello, me consoló diciéndome que se había sentido muy feliz con mi comentario sobre nuestra hija. Me sentí aliviado. Los planes de la responsabilidad compartida vendrían pronto, en otra forma tal vez. Estaba equivocado.
En otro recuerdo muy claro que tengo, hicimos planes para festejar nuestro séptimo aniversario. Para celebrarlo ella sugirió tomar clases de baile. El segundo plan de la tarde lo elegí yo: nuestro restaurante mexicano favorito. Algún tema sin importancia me retuvo en el trabajo más de lo esperado y a pesar de que insistí en que necesitaba salir urgentemente, me presionaron tanto que cedí. Llamé a Valentina para disculparme por el retraso pero le aseguré que estaría ahí, ella sugirió posponer esa primera actividad pero insistí en que era injusto que solo lleváramos acabo mi propuesta, así que continuamos con el plan original. Al llegar al salón, vi a Valentina bailando con un nórdico, eso lo supe después. Me asignaron como pareja de baile a otra persona que al igual que yo, llegó impuntual, y nos tocó estar en la parte de atrás del grupo. Pensé en sugerir el cambio de parejas pero no hubo tiempo, venía una canción tras otra, además, no quería parecer celoso. Recuerdo la canción que sonaba en ese momento:


veinte años no son nada
si te gusta romper un coco
por mi madre yo te juro a ti, cosa buena
que si no vuelves, yo me voy a volver loco

Casi al finalizar la clase me crucé con Valentina en el centro de la pista, cada quien con su pareja. Me guiñó el ojo y escuché que su pareja de baile le susurraba algo que no alcancé a escuchar. Ella no me quitó la mirada mientras esto pasaba y yo fingí no haber visto nada. Al terminar la clase, la mujer con la que bailaba me empezó a hacer muchas preguntas y me sentí ligeramente abrumado porque no veía a Valentina entre la gente, y creo que tampoco vi al extranjero. Este último detalle está borroso en mi memoria. Salí a la calle y ella estaba ahí. Me recibió con un beso y dijo con una sonrisa «Qué calor hace, no podía respirar y me salí. Y tú, ¡Siempre tan impuntual!». En la cena, Valentina mencionó algunos lugares que quería conocer, recuerdo que dijo Oslo y Bergen. Jamás había mencionado esas ciudades. En ese momento, pude, con toda seguridad pensar que nunca me había sentido más enamorado. Lo supe ahí, quería intentarlo. En mi cabeza comencé a organizar un plan para cuando estuviéramos casados, un viaje por aquellos países fríos. Para mi mala fortuna, estábamos a destiempo.
Meses después, mientras yo vacacionaba con mi familia me escribió un par de correos muy largos donde se disculpaba por no poderme decir todo esto en persona. Decía que también era muy doloroso para ella y que eventualmente hablaríamos frente a frente pero que por ahora tratara de entenderla. «Ya no siento lo mismo», había dicho. La separación fue rápida. Al volver al departamento noté que se había llevado sus cosas. Injustamente pensé que el plan de Valentina para ayudarme a olvidarla era usar el departamento a su favor: quitar todo rastro de ella para que al pasar el tiempo yo pensara que nunca habían vivido dos personas ahí, además, ¿qué objeto demostraba lo contrario?.
El dolor y el sentimiento de fracaso me hicieron mantener la ruptura en secreto. Mi mejor amigo, me preguntó cuándo era que Valentina iba a volver de Noruega. No sabía de lo que estaba hablando. Comencé a hacer más preguntas y no me quedó más remedio que sincerarme. En una de las fotos que me mostró lo reconocí: el extranjero de las clases de baile. Lo único que pude hacer en ese momento fue seguir con mi vida sin pensar mucho en lo que había sucedido. Para llenar los espacios de mi rutina decidí continuar con las clases. Más de una vez, pensé que al llegar al salón de baile volvería a vivir esa escena, que yo llegaría a tiempo, que bailaríamos, que no habría planes de ciudades desconocidas.
Comencé a salir con la mujer con la que bailé el primer día. Su padre, que trabajó en Alemania cuando era joven, la convenció de estudiar Filología Germánica. Se ganó una beca para continuar sus estudios en Fráncfort y me propuso acompañarla. Me pareció la excusa perfecta para dejar mi trabajo. Nos casamos apresuradamente y la seguí en esa aventura donde yo no tenía nada que perder. Un par de meses bastaron para darnos cuenta de que no éramos compatibles. Por un lado, mi incapacidad para hablar esa lengua extraña me había aislado y por otro la exigencia de su carrera habían bastado para separarnos completamente. Ella conoció a un compatriota en la universidad y ambos decidieron volver a México. Me sentí bastante feliz por ellos.
Conseguí un trabajo mal pagado que me permitió quedarme en ese país; nunca me sentí a gusto en ese lugar pero tampoco tenía fuerzas suficientes para volver. Más de una vez me sentí tentado de buscar a Valentina. La distancia entre nosotros se había acortado tanto que sentí la necesidad de hacer algo al respecto. Cuando sentía que era el momento de escribirle, un presentimiento, o una fuerza extraña me detenían.
La penúltima vez que vi a Valentina fue aproximadamente tres años después de mi divorcio, cuando un día, de camino al trabajo, vi al nórdico. Estaba en el metro y cada vez que tomábamos una curva la figura de ambos desaparecía. Su torso no me permitía ver con claridad la persona que estaba junto a él. Pero era ella, estaba seguro. Sentí que él me había reconocido, pero ¿acaso me recordaba? Ensayé en mi cabeza lo que diría al acercarme, bajé la mirada por un instante y al volverla me di cuenta de que ya no estaban en el vagón. Me bajé inmediatamente pero fue inútil, los había perdido de vista. Me quité los audífonos y recuerdo que escuchaba


sentir que es un soplo la vida
que veinte años no es nada
que febril la mirada
errante en las sombras, te busca y te nombra

Mientras esperaba otro vagón, una mujer se acercó a preguntarme por alguna dirección: Lucia. Estaba de vacaciones y me ofrecí a mostrarle la ciudad. Estuvimos juntos durante su estancia y comenzamos a escribirnos regularmente. Fue muy clara conmigo desde el comienzo; «Me gustaría tener un hijo y volver al lugar dónde crecí», «a mi también me gustaría tener un hijo», mentí. La convencí de mudarse conmigo y nos casamos a los pocos meses de habernos conocido. Sin embargo, aquella mentira duró muchos años. Ella me decía que le había arruinado la vida porque ahora era muy tarde para tener hijos. ¿Pero es que acaso la culpa no era compartida? ¿No era culpable también en su desgracia por no poder identificar a un mentiroso durante tanto tiempo, un mentiroso que además era malo mintiendo? No, claro que no. Aunque en eso ella tenía razón, era muy tarde. Lucia decidió volver a su país, sin hijo y divorciada.
La misma fuerza que me mantuvo en ese país me trajo de vuelta. Habían pasado veinte años y seguía esperando algo que sabía que no iba a suceder. Nuevamente pensé que alejarme lo más lejos posible me ayudaría a olvidar. Una vez más, estaba equivocado. Entendí que para mí, al igual que en esas canciones, veinte años no eran suficientes para olvidar, no sabía cuántos más necesitaba para salir de este agujero. En ese momento deseé no haber conocido nunca a Valentina, pensé que quizá hubiera sido mejor tener una vida llana y tibia, o al menos una vida con momentos mediocremente felices pero con la certidumbre de que la pena nunca alcanzaría a tocarme, pero ya era muy tarde para eso.







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